Efectivamente. Es así. Hace meses que no publicaba nada en este blog. Y ahora, con el nuevo año, esto renace de sus frías cenizas como una especie de fénix raro. Pues sí.
Y no voy a poner excusas, ni voy a pedir disculpas ni voy a hacer promesas.
Aunque lo cierto es que dejé de escribir en el blog porque no me daba la vida y me acordaba mucho de mi (seis) lectores fieles y pensaba ohmaigosh cómo les puedo estar haciendo esto y lo siento mucho pero este año va a ser diferente porque voy a escribir todas las semanas.
Je.
Pero ojo, me ha costado volver pero vengo con reflexión potente: esto se acaba, Mari Carmen.
Pensando muuuy fuerte. Photo by Ben White on Unsplash
Me refiero al sistema educativo español como lo conocemos. Me explico.
Otros cursos vemos a cientos de profes ya en agosto publicando cosas en Twitter, compartiendo ideas para el curso, hablando de ilusión, de un año nuevo, de retos… Y eso está muy bien.
Yo mismo estuve muy activo en agosto de 2020 compartiendo hilos sobre vídeos educativos, que es lo que me ocupaba en aquel momento. Sí, me tiré medio agosto grabando cosas para mi alumnado, preparando el curso con mimo y cariño y con bastante ilusión. (Este año, de momento, llevo cero)
Un aluvión de likes y follows, una alegría por el cuerpo, todo bien. Te sientes parte de una comunidad de gente ilusionada, que busca (más o menos) lo mismo que tú y que se apasiona por el trabajo que desempeña. ¡Es guay ser profe!
Es posible que ese derroche de tuits, hilos, briconsenjos, mensajes de positividad, etc, se debiera al confinamiento. Después de pasar la tercera evaluación del curso anterior en casa, apetecía, y mucho, volver a las aulas. Al barrillo.
Y este año qué? Eh? Pues poco. Muy poco.
Evidentemente, sí hemos tenido gente salada contando que anoche durmió mal, que tiene ilusión por comenzar y demás. También algun@s cohetes docentes compartiendo nuevos proyectos, ideas y gamificaciones. Algunos.
Pocos.
Twitter este agosto. Photo by Ivars Krutainis on Unsplash
Y es que, Mari Carmen, estamos muy cansados. Yo estoy en un estado de letargo/enfado del que intento salir, entre otras cosas, escribiendo esto que lees. Procuro reflexionar, ilusionarme con los millones de proyectos que tengo delante este año (muchos promovidos por mi, por lo que sería injusto quejarme), ver el lado positivo del negocio, acordarme de que pronto estaré en el aula con los chavaleh…
Pero oye, que no hay manera. Vengo de un verano de desconexión total, el primero en varios cursos, que me hacia mucha falta. Y ahora casi no me acuerdo de escribir. Ni ganas.
No estoy solo. Estas cosas no se ponen en el tuiter, pero los docentes (de todos los niveles y de diferentes etapas) con los que he comentado la jugada me dicen que están como yo. Cansados, desanimados y con una sensación de deja vu que empieza a ser constante en nuestras vidas laborales.
La respuesta de las instituciones educativas a la pandemia fue, está siendo y será deficiente en el mejor de los casos. Las ratios siguen al alza, las condiciones laborales cada vez peor (recortes de plantillas, sustituciones que no llegan, interinos machacados…), las leyes no responden a las necesidades de los centros, la formación del profesorado se lleva a cabo gracias al tiempo personal que dedicamos, los centros están infradotados, miles de coles e institutos con barracones en los que impartir clase…
Y esto ya viene de antes. Leer cifras de inversión en educación te deja el estómago vacío. Y comparar esas cifras con otros países (Portugal, no vayamos muy lejos) da vergüenza de la buena.
Y no se ve luz. El túnel es kilométrico y cada vez más oscuro. No hay futuro halagüeño ni se le espera.
¿Qué queda? Cambiar. La idea de crisis como oportunidad. De salir de los problemas fortalecido y con nuevos horizontes. Y aquí viene la clave:
El cambio saldrá del profesorado o no saldrá. Está claro que la clase política no pretende cambiar nada (quizás a peor, sorry). Esto del pacto de estado ya si eso tal.
Tendremos que ser los docentes los que produzcamos un cambio. Y no hablo de cambios metodológicos, que muy bien y eso, sino de cambios estructurales. De exigir a nuestros jefes unas condiciones laborales correctas, que nos permitan alcanzar los objetivos de las leyes que esos mismos jefes escriben. De hacer ver a la sociedad que un cambio profundo en la manera en la que entendemos esto de educar es necesario, de replantear los roles de la escuela, de la universidad. De dotar a los docentes de herramientas y de prestigiar su trabajo de una vez.
Y, creo, empieza a ser urgente. Si no logramos un cambio significativo, que no vendrá de golpe pero sí debe empezar a producirse ya, este barco se hunde. Y empezaremos a salir en los botes salvavidas, o a escondernos en la bodega, cerrando muy fuerte los ojos y cruzando los dedos para no ir al fondo.
Está muy bien que hablemos de leyes educativas. Que comentemos la regla de tres, el bilingüismo o los borradores de currícula. Que defendamos estrategias y pedagogías y que debatamos sobre las vías disponibles para llegar a la misma estación. Está guay, de verdad.
Pero sin recursos, sin dinero, sin prestigio, sin un objetivo claro, sin una estructura sólida, sin un cambio profundo en el sistema, esto no puede seguir adelante.
Hay que cambiar el sistema.