Pues nada, otro puente docente que nos vamos a pasar corrigiendo, Mari Carmen. Los típicos días de asueto que aprovechamos los que nos dedicamos a esto de enseñar y de que aprendan a darle cera al boli rojo para dejar el contador de correcciones pendientes a cero. Lo normal.
Y menos mal que tenemos los puentes, nena. Si no fuera por ellos, se acumularía el trabajo de una manera atroz, y tendríamos, yo qué sé, que subcontratar profesores particulares, no ya para nuestres hijes, sino para que nos ayudaran con la corrección.
No sé si ya se nota el tono irónico o debo continuar dando toques apocalípticos a esta idea de corregir.
Luego está lo de explicar.

Porque, claro, resulta que por más que me esfuerzo y preparo mis clases con ahínco y academicismo demostrado (soy un especialista en lo mío, mind you), los estudiantes ni caso. No muestran interés, ni curiosidad, ni vocación por el aprendizaje, ni curiosidad por lo científico o artístico. Nada de nada. Un erial.
Si juntamos en la coctelera mágica la frustración de la explicación yerma con el agotamiento producido por las correcciones damos con una suerte de martini seco, muy seco, de alta graduación y que te deja un regusto amargo. Docentes que han perdido la motivación, el entusiasmo y las ganas de ir a clase.
Tal cual.
Pero, pese a esto, podemos comprobar en las redes sociales, en los medios de comunicación y, especialmente, en las carreras educativas de nuestres hijes que hay dos tareas que ocupan el 90% del tiempo del docente medio: explicar y corregir. El otro 10% es la burocracia, por cierto. Esto es válido, imho, para todos los niveles educativos desde primaria a universidad, con las salvedades de infantil y formación profesional (ese reducto galo).
Antes de que saques la piedra y te pongas a afilar el cuchillo con el que partirme a cachos: sí, lo que acabo de hacer está muy feo. Que hay docentes distintos, que hay gente haciendo cosas de manera diferente, que si tal y que si Pascual (uy, qué bien traído así sin querer…). Es lo de la concertada: que haya centros concertados haciendo cosas muy guays sin pedir cuotas “voluntarias” no quiere decir que la mayoría no las pidan (hagan cosas guays o no).
La cosa es que un alto porcentaje de docentes se dedica fundamentalmente a explicar lo que pone el libro de texto, a mandar los ejercicios de libro de texto, a poner los exámenes del libro de texto y a corregir todo lo que ha hecho. Luego, por supuesto, aparece por redes para explicar que se va a tener que pasar todo el puente en un ay.
Y este es, y no otro, el sistema pedagógico que nos ha traído hasta aquí. Sí, con las leyes malas malotas, las ratios di merda, la digitalización mal hecha y todo lo demás. Pero esas son cosas que no podemos cambiar los docentes.
Lo que sí podemos cambiar es lo que hacemos en el aula. Lo que proponemos. La manera en la que concebimos el aprendizaje y, con él, la enseñanza. El trabajo de tutoría y acompañamiento de los estudiantes, en especial de los más vulnerables. El modo en el que evaluamos (no hablo de calificar, Mari Carmen) y cómo ayudamos a nuestro alumnado a crecer. Cómo intentamos generar esa curiosidad por el aprendizaje, ese interés. Esa vocación que otras generaciones traían de casa (aunque muchos la perdían, que eso es otra historia).
Pero no lo cambiamos. Porque estamos explicando y corrigiendo.
Creo sinceramente que el cambio de paradigma necesario en la educación empieza por los docentes, que tenemos que entender que nuestra labor ha cambiado. Deberíamos dedicar nuestro tiempo a la programación de secuencias didácticas (situaciones de aprendizaje ahora), que incluyan estrategias y herramientas de evaluación; deberíamos dedicar tiempo a la coordinación y el trabajo en equipo en el claustro; a la capacitación digital; a la evaluación formativa; al seguimiento y apoyo al alumnado. A cosas que no son corregir.
Y callarnos un poco. Dejar de explicar tanto para dar la voz a les chiques. Proponer otros aprendizajes, a través del descubrimiento, por ejemplo. Escucharles un poco más y tratar de dotarles de competencias y herramientas que les permitan ser ciudadanos y ciudadanas felices.
Y dejar de mandar tanta mierda. Esos ejercicios repetitivos y sin sentido, ese me copias el enunciado, ese 20% al cuaderno, esos “proyectos” que consisten en hacer un powerpoint sobre el románico en casa, esos resúmenes de los temas, que se parecen tanto al propio tema, esas fichas de multiplicaciones interminables. Esa caca.
Y los exámenes. Llenos de preguntas que quieren saber cuánto ha estudiado la gente. No cuánto sabe, entiende o sabe hacer. Sólo cuánto ha estudiado (y cómo de bien se le da lo de memorizar). Esos exámenes de definiciones, de fechas, de hazme una redacción de seis líneas (que no hemos trabajado en clase, of course) con cinco ordenadores de discurso, dos voces pasivas y tres locuciones adverbiales. Esa caca.
Si no sabemos hacer exámenes mejor que estos, no los hagamos.
Ah, lo último: el temario no existe. No hay temarios. En ninguna asignatura de ningún nivel educativo. Solo hay una lista de contenidos que las editoriales y el propio sistema podrido nos han vendido como “lo que hay que dar”.
Ya siento la turra, Mari Carmen. Te dejo, que tengo mucho que corregir.